Erase
una vez... Todos los cuentos empiezan igual, o eso dicen, quizá porque casi
nunca sabemos cómo empezar algo... ¿Por el principio? ¿Y por qué no por el
final?
El
caso es, que esta noche, me apetecía contarte un cuento. Una historia inventada,
sin moralejas o con ellas, tú decides. Sin juzgar ni prejuzgar porque nunca
estamos en la piel de otro, ni en su mente, ni en sus sentimientos... Y porque
a veces estando en nuestra propia piel nos dejamos llevar, simplemente nos
dejamos llevar...
Y
ahora empecemos
Era
una tarde de invierno, lluviosa, fría, uno de esos días en que no quieres estar
en la calle. Una de esas tardes en las que te apetece mirar la vida desde la
ventana.
Él
caminaba deprisa, le gustaba la lluvia pero se estaba empapando. Había tenido
un día complicado, de los que apetece olvidar. Tenía que volver a casa y aún le
quedaban un par de cosas por hacer. Su mirada vagaba perdida entre el bullicio
de la gente.
Ella
caminaba despacio, sin prisa, disfrutando de la lluvia. No llevaba paraguas, no
le gustaban nada, además se los iba olvidando en todos los lugares. Llevaba un
gorro de lana y el pelo por dentro del abrigo. Observaba a la gente con la que
se iba cruzando. Practicaba su juego favorito, observar e imaginar en qué pensaban.
Un hombre venía hacia ella, con el paso acelerado, parecía que tenía mucha
prisa. Intentó esquivarle, él no la había visto, tan concentrado en su paso
rápido y sus propios pensamientos. Y no le esquivó, tropezaron. Ella susurró un
“perdón” y él un imperceptible “lo siento”.
Ambos
siguieron su camino, ella pensando en la mirada que acaba de ver. Él intentando
saber porqué aquel olor que aquella mujer desprendía le había alterado tanto.
Pasaron
un par de horas, cada uno había caminado, entrado y salido de varios sitios.
La
chica se quedó mirando, primero la boca de metro y después la parada del
autobús. Por fin se decidió, aunque el autobús tardaba más, no le apetecía nada
entrar en el metro. Se acercó a la parada y se colocó en un lateral de la
marquesina.
Él
mantenía su paso acelerado, estaba deseando llegar a casa y darse una ducha.
Llegó a la parada del autobús que estaba llena de gente. Se metió como pudo y
se apoyó distraídamente sobre una de las columnas.
De
repente reaccionó, otra vez ese olor. Miró hacia adelante y vio la espalda de
la misma mujer de antes, un gorro y un abrigo. No podía ver su pelo ni nada más
de ella, pero ese perfume suave, fresco...
El
bus apareció, ambos subieron, iba lleno. Él no pudo evitar seguirla y situarse
cerca de ella. Mientras tanto ella se quitaba el gorro y se sacaba el pelo del
abrigo. Con el movimiento del brazo le dio un golpe en el hombre, se giró y le
pidió disculpas: “Lo siento, no me he dado cuenta.” y sonrío. Él le devolvió la
sonrisa y dijo: “No te preocupes, hay poco espacio para moverse.”
Durante
el tiempo que estuvieron en el autobús no pudieron dejar de mirarse. Cada vez
estaba más lleno, cada vez el espacio era menor, sus cuerpos se aproximaban, se
tocaban, se sentían y sin saber cómo ni por qué el deseo fue creciendo. El
deseo de probar sus bocas, acariciar cada centímetro de su piel. Ella se acercó
al timbre y lo pulsó. Se giró y le miró a los ojos... Apenas habían cruzado
palabras, no las necesitaban, no las querían.
El
autobús paró, ella le cogió de la mano y salieron hacia la calle, seguían en el
centro de la ciudad. Se encaminaron a una bocacalle y se acercaron al primer portal
que vieron abierto, subieron en el ascensor y a medio camino hacia la última
planta pulsaron el botón de stop.
Sus
bocas se encontraron por fin, sus cuerpos desprendían deseo, sus manos se
buscaban entre la ropa. Los abrigos en el suelo y poco a poco, en movimientos
torpes, ávidos, el resto de la ropa iba dejando el camino abierto a las
caricias, a los besos que recorrían el cuello con pequeños mordiscos, para
volver a buscar sus bocas, en besos intensos mientras sus lenguas jugaban.
Manos que se deslizaban por la espalda bajando hasta el culo, apretándolo para
sentirse más próximos. Según aumentaban sus caricias, mientras el recorría sus
pechos con su boca y ella deslizaba sus manos entre sus muslos, el deseo seguía
aumentando. Sus cuerpos se unieron por fin en un ritmo por momentos
acompasados, en otros desincronizados, cada vez más rápido, más fuerte, hasta
que entre gemidos se dejaron llevar.
Se
quedaron abrazados el uno al otro hasta que sus respiraciones volvieron a un
ritmo normal. Fue entonces cuando se dieron cuenta que desde fuera alguien daba
golpes en una de las puertas del ascensor, quizá en una o dos plantas más abajo.
Se miraron y se rieron. Se vistieron tan rápido como pudieron. Cuando ya
estaban listos, mientras él terminaba de colocarle el cuello del abrigo, ella
pulsó el botón de la planta baja y en cuanto las puertas se abrieron salieron
corriendo riéndose a carcajadas.
Al
final de la calle pararon, se miraron y se dieron un beso. Esta vez suave,
dulce, solo disfrutando el momento. Sus bocas se separaron y sus cuerpos
también. Cada uno emprendió su camino sin volver la vista atrás. No sabían sus
nombres, ni sus números de teléfono. Quizá y solo quizá, algún día sus vidas se
volverían a cruzar y entonces podrían escribir un cuento que empezaría con...
Erase una vez...
Me encanta como escribes y como eres. (@Organodeaire)
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