domingo, 2 de febrero de 2014

Erase una vez...



 
Erase una vez...

 

Erase una vez... Todos los cuentos empiezan igual, o eso dicen, quizá porque casi nunca sabemos cómo empezar algo... ¿Por el principio? ¿Y por qué no por el final?

El caso es, que esta noche, me apetecía contarte un cuento. Una historia inventada, sin moralejas o con ellas, tú decides. Sin juzgar ni prejuzgar porque nunca estamos en la piel de otro, ni en su mente, ni en sus sentimientos... Y porque a veces estando en nuestra propia piel nos dejamos llevar, simplemente nos dejamos llevar...

Y ahora empecemos

 

Era una tarde de invierno, lluviosa, fría, uno de esos días en que no quieres estar en la calle. Una de esas tardes en las que te apetece mirar la vida desde la ventana.

Él caminaba deprisa, le gustaba la lluvia pero se estaba empapando. Había tenido un día complicado, de los que apetece olvidar. Tenía que volver a casa y aún le quedaban un par de cosas por hacer. Su mirada vagaba perdida entre el bullicio de la gente.

Ella caminaba despacio, sin prisa, disfrutando de la lluvia. No llevaba paraguas, no le gustaban nada, además se los iba olvidando en todos los lugares. Llevaba un gorro de lana y el pelo por dentro del abrigo. Observaba a la gente con la que se iba cruzando. Practicaba su juego favorito, observar e imaginar en qué pensaban. Un hombre venía hacia ella, con el paso acelerado, parecía que tenía mucha prisa. Intentó esquivarle, él no la había visto, tan concentrado en su paso rápido y sus propios pensamientos. Y no le esquivó, tropezaron. Ella susurró un “perdón” y él un imperceptible “lo siento”.

Ambos siguieron su camino, ella pensando en la mirada que acaba de ver. Él intentando saber porqué aquel olor que aquella mujer desprendía le había alterado tanto.

Pasaron un par de horas, cada uno había caminado, entrado y salido de varios sitios.

La chica se quedó mirando, primero la boca de metro y después la parada del autobús. Por fin se decidió, aunque el autobús tardaba más, no le apetecía nada entrar en el metro. Se acercó a la parada y se colocó en un lateral de la marquesina.

Él mantenía su paso acelerado, estaba deseando llegar a casa y darse una ducha. Llegó a la parada del autobús que estaba llena de gente. Se metió como pudo y se apoyó distraídamente sobre una de las columnas.

De repente reaccionó, otra vez ese olor. Miró hacia adelante y vio la espalda de la misma mujer de antes, un gorro y un abrigo. No podía ver su pelo ni nada más de ella, pero ese perfume suave, fresco...

El bus apareció, ambos subieron, iba lleno. Él no pudo evitar seguirla y situarse cerca de ella. Mientras tanto ella se quitaba el gorro y se sacaba el pelo del abrigo. Con el movimiento del brazo le dio un golpe en el hombre, se giró y le pidió disculpas: “Lo siento, no me he dado cuenta.” y sonrío. Él le devolvió la sonrisa y dijo: “No te preocupes, hay poco espacio para moverse.”

Durante el tiempo que estuvieron en el autobús no pudieron dejar de mirarse. Cada vez estaba más lleno, cada vez el espacio era menor, sus cuerpos se aproximaban, se tocaban, se sentían y sin saber cómo ni por qué el deseo fue creciendo. El deseo de probar sus bocas, acariciar cada centímetro de su piel. Ella se acercó al timbre y lo pulsó. Se giró y le miró a los ojos... Apenas habían cruzado palabras, no las necesitaban, no las querían.

El autobús paró, ella le cogió de la mano y salieron hacia la calle, seguían en el centro de la ciudad. Se encaminaron a una bocacalle y se acercaron al primer portal que vieron abierto, subieron en el ascensor y a medio camino hacia la última planta pulsaron el botón de stop.
 
 

Sus bocas se encontraron por fin, sus cuerpos desprendían deseo, sus manos se buscaban entre la ropa. Los abrigos en el suelo y poco a poco, en movimientos torpes, ávidos, el resto de la ropa iba dejando el camino abierto a las caricias, a los besos que recorrían el cuello con pequeños mordiscos, para volver a buscar sus bocas, en besos intensos mientras sus lenguas jugaban. Manos que se deslizaban por la espalda bajando hasta el culo, apretándolo para sentirse más próximos. Según aumentaban sus caricias, mientras el recorría sus pechos con su boca y ella deslizaba sus manos entre sus muslos, el deseo seguía aumentando. Sus cuerpos se unieron por fin en un ritmo por momentos acompasados, en otros desincronizados, cada vez más rápido, más fuerte, hasta que entre gemidos se dejaron llevar.

Se quedaron abrazados el uno al otro hasta que sus respiraciones volvieron a un ritmo normal. Fue entonces cuando se dieron cuenta que desde fuera alguien daba golpes en una de las puertas del ascensor, quizá en una o dos plantas más abajo. Se miraron y se rieron. Se vistieron tan rápido como pudieron. Cuando ya estaban listos, mientras él terminaba de colocarle el cuello del abrigo, ella pulsó el botón de la planta baja y en cuanto las puertas se abrieron salieron corriendo riéndose a carcajadas.

Al final de la calle pararon, se miraron y se dieron un beso. Esta vez suave, dulce, solo disfrutando el momento. Sus bocas se separaron y sus cuerpos también. Cada uno emprendió su camino sin volver la vista atrás. No sabían sus nombres, ni sus números de teléfono. Quizá y solo quizá, algún día sus vidas se volverían a cruzar y entonces podrían escribir un cuento que empezaría con... Erase una vez...

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